(esta es una entrega larga y personal, pero no hay manera de que pueda seguir escribiendo para este espacio si primero no me saco de adentro -y de mis cuadernos- un poco de todo lo que viví en los últimos dos meses)
No me hace sentir cómoda, pero entiendo la inmediatez. La inmediatez tiene una practicidad a largo plazo. No sé bien cómo se hace y las veces que cumplí con la inmediatez fue por un impulso, pero en general no puedo, no me sale. Puedo compartir algunas imágenes casi en tiempo real en historias de Instagram1, pero no puedo venir a poner en palabras acá con la misma inmediatez con la que lo hago en mi cuaderno.
Mi cuaderno es mi lugar seguro, ahí sí me la puedo permitir, ahí sí me funciona, porque es mi espacio, es solo mío. Puedo cometer errores, contradecirme, dejar ideas a la mitad, ir y volver sobre algún asunto, irme y no volver jamás sobre otro. El compromiso es solo conmigo; los efectos, también. Quizás ahí está mi límite: creo que la inmediatez nos hace perder un poco la consciencia sobre el impacto que pueden tener nuestras palabras en otras personas, y yo no quiero eso.
Para compartir(me) me gusta tomarme un tiempo que no va de la mano con la inmediatez. No combina. Me gusta pensar bien en lo que quiero compartir y estar disponible para una respuesta. Porque mi deseo, al final, es conectar con otras personas, con vos que me leés. Quiero saber desde dónde me estás leyendo, si hay algo de lo que digo que te resuena o que te hace ruido o que te hace sentir acompañada o que te despierta una idea. Eso, el intercambio, también lleva tiempo. Y por eso no puedo cumplir con la inmediatez. Pero es verdad que, en momentos como este, puedo ver cómo la inmediatez puede ser un camino más fácil. No dejar que el tiempo pase, que las cosas que quiero decir se acumulen.
Llegué hace unas semanas de Japón, donde pasé un mes que tuvo de todo, y ahora vuelvo y quiero compartir muchas cosas. ¿Por dónde empiezo? La pregunta que nos hacemos frente a una hoja en blanco cuando tenemos mucho que decir y cuando no tenemos nada. Pero no me detengo. Ya pasaron los días, ya no me duermo a las 7:30 de la tarde, ya se me fue la costumbre de saludar con la cabeza a mi vecina a la mañana, ya acepté que no tengo más el pelo lacio, que mi cuerpo y yo estamos de vuelta, firmes en la humedad de Barcelona.
Japón, el país de las maravillas
No vengo a romantizar Japón, al menos voy a intentar no hacerlo en extremo. No me gusta generalizar y no creo que sea un lugar perfecto; no creo que ningún lugar lo sea.
Sin embargo, este viaje me acercó a una respuesta más precisa a la pregunta que vive en mi cabeza hace años: ¿por qué Japón se convirtió en mi país de las maravillas?
¿Por qué Japón? ¿Por qué, después de haber recorrido y de haberme enamorado de tantos países, fue Japón el que despertó esta necesidad incontrolable de volver una y otra vez?
Cuando escribí sobre la primera edición de Stationery Trip, conté que, después de pensar mucho en esa pregunta, llegué a la conclusión de que, si bien en aquel primer viaje, en 2019, me quedaron cientos de lugares por visitar, la sensación al irme fue de satisfacción absoluta. Hubo muchos ítems de la lista de “cosas para hacer y ver” que habían quedado sin tachar y, sin embargo, yo solo podía sentir satisfacción. Quienes amen viajar tanto como yo entenderán. ¿Viste esa sensación cuando te vas de un destino que te siembra en la cabeza la frase “cuando vuelva…” o “la próxima vez…”? Nos engañamos diciendo que es intencionar una segunda, o tercera o cuarta vez; que si soñamos con volver entonces lograremos seguir viajando. Pero, al final, nos vamos de cada lugar sintiendo, en el fondo, que no fue suficiente. Que sí, que el viaje pudo haber sido increíble, pero siempre quedan pendientes que nos hacen querer una próxima vez incluso antes de irnos.
Aquel diciembre de 2019, dos días después de cumplir mis 30, me fui de Japón pensando que, si nunca más podía volver, estaba bien. Tenía mi listita mental de pendientes para la próxima (lista que continúa prácticamente intacta), pero esa listita empezaba diciendo “si alguna vez vuelvo” y no “cuando vuelva”, porque, realmente, me subí al avión con esa sensación de no poder (querer) pedir más.
Hoy, cinco años y medio después, vuelvo de mi tercera vez en Japón con más respuestas, entendiendo que, detrás de esa respuesta —“es Japón porque es del único lugar que me fui completamente satisfecha”—, hay muchas otras razones.
Las maravillas
Durante los últimos años aprendí a aceptar mi sensibilidad, no como un rasgo de mi personalidad al que me tengo que resignar, sino como una fortaleza. Mi psicóloga me explicó que mi alta sensibilidad tiene un nombre —aparentemente somos unos cuantos—, pero acompañó esa especie de diagnóstico con una aclaración: tu sensibilidad es tu poder, no un lugar donde esconderte.
Mi sensibilidad es el reflejo de que nada de lo que pasa en la vida me da lo mismo. No me da lo mismo ningún aspecto, ninguna decisión. Las cosas me importan: me importan las palabras que se eligen, me importan las formas, los detalles; me importa la violencia, me importa el amor, la dedicación; me importa la indiferencia. Crecí pensando que era una exagerada, pero hoy entiendo que no exagero y que es así —con esta intensidad que a algunos les puede parecer demasiado— que miro y vivo la vida.
Y esa sensibilidad es la que me conecta con Japón.
Después de mucho tiempo justificando que vuelvo a Japón por la papelería, y que el primer destino de Stationery Trip es Japón porque es el paraíso de los stickers, los papeles y las washi tapes, entendí que la papelería es una consecuencia, una consecuencia más de un país con una sensibilidad extrema como la mía.
Japón tiene la capacidad de ver que hay magia en lo ordinario, en lo de todos los días.
La forma de vivir la vida en estos tiempos se caracteriza por la urgencia, por el piloto automático, por la búsqueda de lo extraordinario. No es constante; somos muchos los que tratamos de tomar consciencia sobre esto y de salir, aunque sea por un ratito, de la matrix.
En Japón, un país con una cultura del trabajo bastante exigente, las personas ven, aunque sea por poco tiempo, la belleza de lo cotidiano. Los contrastes pueden ser brutales, pero el Japón que yo vivo es el de las personas que se toman el tiempo de buscar un papel bonito donde escribir una carta a una persona especial, comprar un sobre de textura única para un regalo, sentarse en un parque a comer cualquier cosa rápida de un supermercado mirando la sombra de los árboles, que siempre tienen tiempo para saludar cordialmente, que tienen una palabra para ese momento del año en el que las hojas secas abandonan su árbol, que en primavera existan algunos minutos al día asignados a frenar frente a cada árbol de cerezo florecido para observarlo y tomarle una foto.
Conocí Japón por primera vez en otoño, mi estación preferida del año, y nunca me había llamado la atención especialmente ver en vivo y en directo el sakura. El rosa no es mi color, y no me gusta que los viajes se vean condicionados por fenómenos de la naturaleza sobre los que no tengo control.
Pero este último viaje coincidió con el sakura, el fenómeno de la primavera, esa corta fracción de tiempo en la que los árboles de cerezo florecen. Un evento que mueve masas, que hace que los japoneses se trasladen de un lado a otro del país para ver la mayor cantidad de árboles florecidos posible.
No lo entendía hasta que lo vi, hasta que vi parques repletos de personas coleccionando fotos de flores, hasta que me encontré con hombres de traje, abuelas con nietos, mujeres solas, parejas de adolescentes, frenando en cualquier y cada árbol florecido de la ciudad. Lo entendí cuando me di cuenta de que el sakura no se trata de las flores rosas o blancas2. Se trata de prestar atención a la belleza cotidiana, de ser conscientes de lo efímero, de reconocer el paso del tiempo, de mirar la belleza de lo cotidiano a los ojos.
Existen muchos Japón, pero donde encontré mis respuestas es en este: en el Japón de la sensibilidad.
Encontré esa respuesta conociendo todas sus versiones, observando los contrastes, el silencio y el ruido constante, el silencio y la música que sale de todos lados, el silencio y el relato de la vida por todos los lados. El Japón que observa los ciclos de la naturaleza y el que le pone un piloto automático a los salaryman. Pero también, y sobre todo, encontré mis respuestas observándome a mí misma, viviendo cada una de mis experiencias en ese país con todo el cuerpo, y, por supuesto, registrándolas en mis cuadernos con colores, papeles, sellos y palabras, muchas palabras.
Como te decía al comienzo, este viaje tuvo de todo. Fue un mes intenso: llegué con el peor jet lag de mi vida, disfruté la soledad, me camuflé en eventos de papelería locales, trabajé muchísimo. Sucedieron momentos divertidos, otros emotivos, otros de plenitud y felicidad total, y otros que habría preferido que no sucedieran. En todos y cada uno de esos momentos prevaleció la calma, y hasta en los momentos de mayor tensión pude mirar de frente la belleza cotidiana: un café servido con lentitud y dedicación, un atardecer en el río, una flor, unos minutos escuchando el viento sentada en un templo, un rezo, otra flor, dos mujeres sirviendo el té a mitad de camino en el monte, la cerámica hecha a mano, unos árboles centenarios.
No quiero dar un mensaje erróneo, no quiero que suene a positivismo tóxico. Claro que reconozco que estoy preparada para esos momentos poco felices y para que las cosas no salgan como uno espera al 100 %; reconozco mis herramientas. Pero lo que quiero decir es que me di cuenta de que, cuando el escenario pone de lo suyo, la manera de transitar la vida puede ser con muchísima más calma, liviandad y disfrute.
Japón no es mi país de las maravillas porque lo crea perfecto. Es mi país de las maravillas porque me muestra que la forma de ver la vida que quiero tener es posible, incluso en momentos difíciles, y que, a veces, cuando la vida golpea, quizás basta con frenar un minuto frente a un árbol florecido para recobrar fuerzas y seguir adelante.
Y volví de este viaje, y me reencontré con una Barcelona florecida.
Barcelona tiene unos árboles que no son cerezos pero se llaman árbol del amor, que tiene unas florcitas violetas que viven un poco más que las de los cerezos, que brillan y resaltan aún más cuando de fondo tienen uno de esos edificios de arquitectura catalana que te obligan a mirar para arriba. Volví y me di cuenta de que nadie se frena a mirar (mucho menos a fotografiar) el árbol del amor de la esquina de casa, y mi resaca emocional post-Japón se intensificó.
Pero a los pocos días me puse a escribir esto y me di cuenta de que no necesito que mis vecinos se frenen a mirar un árbol conmigo, que no necesito que todo el mundo tenga la sensibilidad de pararse a pensar en el paso del tiempo. Me di cuenta de que yo puedo hacerlo igual, que Japón me regaló eso: me recordó que mi sensibilidad no es algo que tenga que esconder bajo el ritmo de vida que se propone desde afuera (¿quién lo propone?). Y sí, a veces cuesta, y resulta demasiado fácil dejarse llevar por la manada, pero tengo mi habitación llena de papeles de carta para tomarme el tiempo de escribirle a la gente que quiero, tengo mi cámara analógica para jugar a retratar momentos que no sé si volveré a ver, tengo mis plumas, mis cuadernos, y tengo mi árbol del amor en la esquina de casa para recordar que, aunque las hojas se caigan, los árboles vuelven a florecer.
Y en esa vuelta, vuelvo a mi trabajo de oficina, y un compañero, inmediatamente después de preguntarme cómo me fue, me pregunta: “¿Vivirías en Japón?”. ¿Por qué me pregunta eso? “Yo viviría en todos los lugares que conozco”, le respondo. Es verdad, pero también fue la respuesta más rápida y simple que me salió, una respuesta para salir del paso sin pensar demasiado.
Y ahora que pasaron las semanas, sigo sin saber si viviría en Japón. Lo que sé es que Japón siempre será mi país de las maravillas, el que me ayuda a bajar el ritmo y el que me invita a mirar de frente lo maravillosamente ordinario de la vida.
Al papel
¿A qué cosas cotidianas quisieras prestarle más atención? ¿Qué acto de todos los días quisieras no dar por sentado? ¿En qué lugares lográs conectar con tu propio ritmo, con tus maravillas cotidianas y olvidarte de lo que no te representa?
Si llegaste hasta acá, un gracias enorme.
Nos leemos
Car
PD. Esta entrega iba a ser otra cosa pero a veces las palabras toman un rumbo inesperado. Esta vez quise dejarlo ser. Siento que de esto pueden salir mil temas de escritura más, pero no quiero seguir dando vueltas. Publico y a seguir escribiendo :) (te lo cuento por si estás en la misma)
PD2. Si no sabés de qué viaje estoy hablando o si sabés y querés enterarte de la próxima edición antes que nadie, hacé clic acá
mi tiempo real es dentro de las 24 horas posteriores al suceso
que, por cierto, me provocaron cortocircuitos en el cerebro porque no pueden ser reales
Woww...gracias. Pusiste en palabras muchas cosas que siento respecto a mi propia hipersensibilidad, la inmediatez con la que no encajo y la belleza de lo cotidiano cuando nos hacemos consciente de ella. Qué lindo saber que no soy la única sintiendo todo y mucho, resistiéndose a lo inmediato o automático, y deteniéndose a ver y disfrutar con pausa todo lo bonito de la cotidianidad diaria.
Me pasaron dos cosas con esta entrada. La primera es que me reconocí en cada una de tus palabras al hablar sobre la sensibilidad y fue un mimo al alma. La segunda es que estoy planificando mi primer viaje a Japón para junio y tu texto me deja con más ganas que lo que ya estaba! ❤️❤️❤️ Gracias miles!!!